José Ángel Buesa

Para leer a Buesa…

cara triste

Había decidido despreciar a Buesa: despreciarlo por fácil, por sensiblón, por cursi, porque me parecía que ninguna sensibilidad potente, formada, de buen gusto incluso, se dejaría seducir por unos cuantos versos dulzones. Yo leía sus estrofillas alejandrinas con cierto desdeño. Me encontraba sus composiciones en los estanquillos de las terminales de trenes o guaguas, vendidos por señores paupérrimos, ennegrecidos, arrugados, que fortalecían mi rechazo. Ningún poeta mayúsculo, pensaba yo, puede reducirse hasta encajar en el gusto del típico «populacho» que compraba aquellos folletos mal impresos de a dos pesos por número. El talento y el valor genuinos, concluía, no se abaratan, no se dejan vender como frituras de feria. Los versos «serios» no pueden agruparse junto a tanto horóscopo y tanto forro de libreta, tanta vulgaridad y tan siniestra estrategia de supervivencia…

El poeta neorromántico cubano José Ángel Buesa

El poeta neorromántico cubano José Ángel Buesa

Poetas Salvattore Quasimodo, T. S. Eliot, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Garcilaso de la Vega, Lezama. Y revelo que entonces no había leído a ninguno de ellos. Simplemente presentía que las búsquedas de estos creadores tenía mucho más del oficio de vate, del oficio del genuino creador de la lengua. Buesa podía compararse con la mujer que se abre de piernas «porque la soledad, porque el olvido…»,  Buesa negaba toda vestidura de oscuridad, todo lo arduo, por un simple placer de descubrirse, como «la que se desnudó por simpatía/ (porque le encanta la música clásica)», como dijo una vez Nicanor Parra.

Y descubrir, luego de todos estos años en que me he convertido en un lector habitual de poesía –habitual, no profesional–, que lamentaría no tener uno de aquellos folletos a mano para conjurar tanta tristeza, tantos deseos de anulación. Ya he escrito sobre esa odiosa sensación de no estar: aquella fue una semana terrible que se ha ido prolongando como los trabajos de Sísifo. (Comprendí una triste verdad que habla del adocenamiento del espíritu frente al dolor).

El esfuerzo, debo confesarlo, no ha calado la carne, aunque habría sido preferible. Siempre he creído que cualquier tormento carnal es soportable en tanto deja el alma fuera, en tanto lo sentido pasa sin vulnerar el castillo interior, sin la turbación del espíritu, que es como un espejo de agua. Tal vez esa sea la causa de que los místicos españoles me sean tan caros… En la agonía de Santa Teresa, capturada por Bernini, el cuerpo no es más que un mero paciente de un dolor supremo que deja incólume a la doliente. Siempre he aspirado a esa última estancia del ser que linda con la calma y el éxtasis, como una película silente que capturase un instante de mar huracanado…

Pero nadie es inconmovible. La ascesis es una utopía muy antigua que actualizamos antes ciertas crisis. La carne es la forma más externa del espíritu, tal vez su investidura más vulgar y rudimentaria, pero lo es. Todo lo que estimula la sensibilidad de la carne, toca, sutilmente, la médula oscura y torva del espíritu. Anular la carne o anular el espíritu es igual de atrofiante. No me imagino viviendo sin mi piel, como tampoco me imagino viviendo sin mis órganos internos. Nada me puede faltar, aunque añore un estado de intocabilidad y perfección más alto, más cerebral tal vez, más protector, como la concha de un caracol.

Sin embargo, el molusco es forzado a salir de su fortaleza. Sale aterido, solo, desesperanzado, y en una antología cualquiera que ha elegido, porque entre tanta desolación y tanta amargura, la literatura tiene que servir para algo más que para malabares de Academia, se encuentra a Buesa. Y lo vulgar y regalado le habla como no le ha hablado nunca ninguno de esos versos grandilocuentes. Es indecible el saber que «pasarás por mi vida sin saber que pasaste, pasarás en silencio, y al pasar fingiré una dulce sonrisa…»

…una dulce sonrisa: una sonrisa dulce  que es, en realidad, el reverso de una mueca…

Buesa nunca me habría gustado, nunca lo habría buscado como obseso, si no pasaran esas cosas que son como muy sutiles roces, y que nunca puedes detener, o moderar, o controlar siquiera. Siempre que se habla del amor yo recuerdo el desamor, y recuerdo cuando el no amor simplemente afirma que tu amistad es valiosa, oro casi, y que solo está dispuesto a compartir esa joya (maldita joya). Uno lee a Buesa. Uno está demasiado indispuesto para más sutiles y altos empeños.