Elogio de la pornografía

Diana después del baño; Boucher

Diana después del baño; Boucher

Después de decenas de años, nosotros no hablamos de sexo sin posar un poco: conciencia de desafiar el orden establecido, tono de voz que muestra que uno se sabe subversivo, ardor en conjurar el presente y en llamar a un futuro cuya hora uno piensa que contribuye a apresurar.

Michel Foucault; Historia de la sexualidad, t. I, p.13

 “Los argumentos más sutiles –o los más delicados– me inclinan a odiar la pornografía”. Hay una candidez extrema en todo eso, y finalmente un cinismo rayano en lo vulgar. Unas cuantas imágenes con sexo explícito, sin carga poética, sin elaboración artística, pueden ser condenatorias. Se inventan patrañas para justificar semejante actitud, para darle a la pornografía un estatus semejante al de otras “perversiones” de ayer y de hoy, para perseguirla y condenarla. Puede que el producto en sí mismo no sea nocivo, o peligroso (o cualquiera que sea de lo que lo acusan), pero queda el mecanismo horroroso de la industria. Yo, finalmente, no sé cuán peligrosa puede ser la industria pornográfica en comparación con otras industrias del entretenimiento, cuánto deforma el cuerpo o el espíritu, cuán explotadora puede ser, cuán falaz, cuán vulgar o inmoral. Sospecho que todo es una gran estratagema para censurar la pornografía porque habla de sexo, y porque dice, e incluso demuestra, que la experiencia sexual puede llegar a ser de todo, hasta un acto de una vacuidad deslumbrante.

En Cuba hacer o consumir pornografía son actos nefandos con repercusiones penales. La condena demuestra que hay cierta fractura en la moral revolucionaria por la que se colaron no pocos prejuicios pequeñoburgueses. Sobre todo en materia sexual. ¿O acaso no es posible comprobar algún provincianismo pacato en la actitud de los países socialista respecto a la homosexualidad, las mujeres, la educación de los niños, o ciertos gestos de libertad individual como el vestir, los gustos estéticos, etc., comparable a la actitud de los más retrógrados países capitalistas? Sin embargo, la gente ha consumido pornografía en Cuba desde que el video –y otras tecnologías de reproducción– se abrieron paso entre este pueblo poco homogéneo. Casettes y discos, dispositivos USB, transportan la carga pecaminosa de un lado a otro, socializan el oprobio y potencian un deseo insatisfecho y urgitivo que pace felizmente en la proscripción. En Cuba la pornografía no es solo objeto de un consumo que pudiera calificarse de “viciado-vicioso” por los más moralistas, sino de una intensa curiosidad.

Ver pornografía –en un contexto muchas veces asfixiado como el cubano– constituye un gesto fundamentalmente antisistémico, y en ese sentido una tácita estrategia de subversión. Hacer pornografía –ya que implique una pareja de jóvenes actores de la televisión cubana, cuyo video sexual se “filtró” de un modo descaradamente intencional, o la muchacha de la esquina con el joven X, o simplemente dos primos en una situación en la que uno penetra al otro por trescientos dólares– le da a los sujetos implicados una investidura de modernidad y cosmopolitismo grotescamente precaria. El auditorio, entonces, quiere ser ellos, aunque no precisamente en una actividad que puede llegar a ser, en primer lugar, vergonzosa, sino en el símbolo de ruptura y libertad que encarnan por un instante, un momento en el que están libres de todos los contextos y de todas las asfixias. Tal vez, si no nos estuviera prohibida, dejaría de ser una cosa tan escandalosamente atractiva.

En Cuba, la pornografía es parte del secreto. El secreto es la lucha y el envés de palabras tan casuales como agua (policía), sombra, tela y otras. A mí me iniciaron en el secreto a los nueve años. Cerraban todas las puertas y ventanas de la casa, y unos diez hombres, dos o tres niños (varones), se quedaban encerrados, tan juntos, tan cerca, en tamaña oscuridad, viendo correr la película con el volumen bajo, toda la atención puesta en la pantalla, intensamente, olvidando o fingiendo olvidar que con estas cosas a uno se le para, porque es la premisa para ignorar que al otro igual, y que al resto, lo mismo. Desde entonces he visto pornografía con regularidad. He visto de todo tipo, y a veces he logrado escandalizarme. Sin embargo, alguna que otra película de Disney me ha parecido, incluso, mucho más obscena.

En mi tránsito he intentado aprehender el difuso límite que separa lo pornográfico de lo erótico. Infinitas lecturas de estética, teoría del arte, historia, si bien han establecido demarcaciones más o menos seguras, me han lanzado como Empédocles a las llamas de la crisis de la legitimidad. ¿Por qué es legítimo el sexo estetizado y no el que se presenta más bien desnudo? ¿Por qué no es válido el sexo que se presenta por sí mismo, aunque sea pornografía? El dilema de los pornográfico vs lo erótico es un dilema eminentemente rococó, con casi todo lo malo, y empastelado, y decorativo, y kitsch del rococó. Recuerda a aquel pintor (Boucher) de Diana después del baño, que para justificar la voluptuosa desnudez de la modelo, se inventa un tema mitológico y le anexa unos atributos a la ¿diosa?, flechas y carcaj, que ni le aportan ni le restan a la expansión –ya que el cuerpo es extenso– de carnes y blancuras dignas de tocar y amoratar. Ante este cuerpo en reposo, ¿quién encuentra la flecha; quién pone la flecha dentro del carcaj?

La desnudez de Diana me lleva directamente a la reluctancia de Virginia en ese ya clásico bodrio del siglo XVIII que fue Pablo y Virginia, la novela de Bernardino de Saint-Pierre. Que Virginia se ahogue por no zafarse las enaguas y quedarse desnuda ante los marineros o cualquier posible espectador, que al ahogarse se frustre el amor casi sagrado de ese bueno de Pablo, es la cosa más absurdamente ridícula y tonta que he leído. Sin embargo, a nadie le es posible negar las buenas intenciones de los personajes. Incluso, la buena intención del autor. Pero Pablo y Virginia es ilegible hoy. Como lo es Chateaubriand. Jack, la insufrible novela de Daudet, no es insufrible por la crueldad del padrastro, sino por la desidia cándida de la madre enamorada, y en última instancia, por la pasividad, la bondad y la obediencia del propio Jack. De cualquier manera, el retrato de la candidez y la bondad es insufrible en el arte. Pablo y Virginia pierde encanto mientras la malévola marquesa de Las amistades peligrosas es actualizada por una Glenn Close que nos devuelve el atractivo de la maldad.

Sergio Pitol, escritor mexicano, una vez dijo: «Con la inmensa suma de imperfecciones humanas y la más reducida y grisácea, hay que decirlo, de sus virtudes, Tolstói o Dostoiewski, Stendhal o Faulkner, Rulfo o Guimarães Rosa, han obtenido resultados de suprema perfección. El mal es el gran personaje, y aunque por lo general resulte derrotado, no lo está del todo. La perfección extrema de la novela es fruto de la imperfección de nuestra especie.»

El axioma recorre la historia de la cultura occidental: de la Ilíada, el monumento mayor al saqueo, al robo, al asesinato, a la crueldad y la sevicia de un imperio que se inventa escusas de alcoba para conquistar territorios y rutas comerciales, hasta el Salman Rushdie de Furia. Dante no se queda atrás. Si la Divina Comedia es interpretada como un texto que legitima a la iglesia –esta ha sido una de sus rutas críticas–, entonces es un epinicio a la injusticia y la barbarie implícitas en las estructuras de poder del Cristianismo. La belleza del verso frente a la crueldad de los mecanismos de tortura es escandalosa y ofensiva. Cuando Dante eleva a Beatriz y condena a Francesca de Rimini, ¿no dice Borges que escribía esos versos con envidia y envilecido por su frustración? Se elogia el canto V del Infierno. ¿Se elogia acaso un sentimiento tan feo como la envidia?

Si el arte más legítimo y preciado engrandece lo bajo, el mal, ¿por qué el arte tiene que darle al sexo la categoría de presentable? Que se establezca esta relación solo revela una valoración axiológica negativa del sexo. Quienes piensan así ven al sexo como negativo, en principio. Quienes suponen que la pornografía “es algo censurable porque es material para enajenados inmorales”, debería revisar sus nociones sobre el cuerpo y la sexualidad. Creo que no existe una relación más enajenada respecto al cuerpo que aquella que lo valora con escándalo y pudor, mientras aparta la mirada y espía por el rabillo del ojo. Porque al final todo el mundo tiene un sexualidad. Y esas sexualidades son bellas per se, y legítimas, e igual de gratificantes.

Tengo amigos que opinan que la pornografía es aburrida. Prefieren una película “fuerte”, un filme estéticamente sólido y erotizante, antes que una de esas peliculillas de bajo costo con porno-stars del Tercer Mundo. Yo también las prefiero. Pero no puedo afirmar que me dan las mismas satisfacciones. Ni siquiera se trata de la superioridad de un estímulo respecto del otro. La pornografía tiene algo de ancilar, de medio para, que es inconcebible en una obra de arte. La mayoría de esos amigos, desafectos del cine porno, saben separar estas cosas. Esos amigos pueden caer rendidos ante una de las escenas más sensuales del cine, una en la cual los actores ni se besan, ni se tocan, ni se miran a los ojos, retratados por una cámara fija. Estoy hablando de Bent, filme inglés. Estos amigos también pueden gozar, en momentos de abandono intelectual, de una porno cualquiera.

La pornografía termina siendo como el azúcar o la sal. Es posible que las feministas la detesten y los comunistas de cuño rancísimo la condenen. Sin embargo, ella termina siendo un campo de lo más variado donde no todo es condenable. ¿Acaso no puede la pornografía potenciar el sexo seguro cuando demuestra que el uso del condón no menoscaba la experiencia o el desempeño sexual? ¿Acaso no puede potenciar los juegos sexuales y la masturbación, sin que tenga que ser necesario penetrar? No creo que exista una relación directa entre pornografía y agresividad sexual. Estoy convencido que no es sino la sociedad, sus desigualdades, su estructura, lo que potencia esa agresividad. Es fácil culpar a la pornografía. Ella, incluso, se beneficia de la censura porque la censura aumenta la fruición. Así que me pregunto qué pasará cuando hablar de sexo no sea algo penoso ni extremadamente epatante. Qué pasará cuando todas esas fantasías inverosímiles que promete la pornografía dejen de ser meros aparatos de un consumo de anhelos que refleja insatisfacciones superiores y diferentes, pero de igual origen. ¿Desaparecerá la pornografía, esa cosa espeluznante a la que le tenemos tanto cariño?

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